lunes, 25 de enero de 2016

Amalia "Hora de Comer"


A la vez que ocurrían los sucesos que se acaban de conocer, en la noche del 4 de mayo, otros de mayor importancia tenían lugar en una célebre casa en la calle del Restaurador. Pero a su más completa inteligencia, es necesario hacer revivir en la memoria del lector el cuadro político que representaba la república en esos momentos.
Era la época de crisis para la dictadura del general Rosas; y de ella debía bajar a su tumba, o levantarse más robusta y sanguinaria que nunca, según el desenlace futuro de los acontecimientos.
De tres fuentes surgían los peligros que rodeaban a Rosas: de la guerra civil, de la guerra oriental, de la cuestión francesa.
La Revolución del Sur, acaecida seis meses antes de la época con que da principio esta historia, había conducido repentinamente a Rosas al más eminente peligro de que se ha visto amenazado en su vida política. Pero el desgraciado suceso de esa revolución espontánea, sin plan y sin dirección, había, como sucede en tales casos, dado más vigor y petulancia al vencedor Rosas, a ese hijo predilecto de las casualidades, que debe su poder y su fortuna a las aberraciones de sus contrarios.
Dos fuertes golpes, sin embargo, hacían temblar desde su base el edificio de su poder: la derrota de su ejército en el Estado Oriental, y la empresa del general Lavalle sobre la provincia de Entre Ríos.
La victoria del Yeruá lleva al general libertador a imprimir el movimiento revolucionario en Corrientes; y, en efecto, el 6 de octubre de 1839, Corrientes se alza como un solo hombre, y proclama la revolución contra Rosas.
Los derrotados en Cagancha se refugian, entretanto, en la provincia de Entre Ríos, hacia la parte del Paraná, y, con los refuerzos precipitados que les envía Rosas, un nuevo ejército se organiza, donde se encontraba con sus orientales el ex presidente Don Manuel Oribe.
El general Lavalle vuelve de la provincia de Corrientes, y con su ejército aumentado en número, en disciplina y en entusiasmo, da y gana la batalla de Don Cristóbal el 10 de abril de 1840: y arrincona en la Bajada los restos de ese segundo ejército, a quien una tempestad de dos días, que sobrevino en la noche de la batalla, salvó de una total derrota sobre el campo mismo del combate.
De otra parte, la tempestad revolucionaria centellaba el Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy.
La Sala de Representantes de Tucumán, en ley de 7 de abril de ese año 1840, había cesado de reconocer en el carácter de gobernador de Buenos Aires al dictador Don Juan Manuel Rosas; y retirádole la autorización que, por parte de esa provincia, se le había conferido para el ejercicio de las relaciones exteriores.
El 13 de abril, el pueblo salteño depone a su antiguo gobernador, elige otro provisoriamente, y desconoce a Rosas en el carácter de gobernador de Buenos Aires.
La Rioja, Catamarca y Jujuy, de un momento a otro, debían hacer igual declaración que las provincias de Tucumán y Salta.
Así pues, de las catorce provincias que integran la república, siete de ellas estaban contra Rosas.
La provincia de Buenos Aires presentaba otro aspecto.
El sur de la campaña estaba debilitado por la copiosa emigración que sucedió al desastre de la revolución, y por las sangrientas venganzas de que acababa de ser víctima.
Al norte, la campaña estaba intacta, y rebosaba de descontentos. Rosas lo conocía, y no podía, sin embargo, dar un golpe sobre ella: porque no había allí caudillos ni campeones conocidos; había ese rumor sordo, ese malestar sensible que indica siempre la cercanía de las grandes conmociones publicas, y que tiene su origen en alguna situación común que pesa sobre todos.
Rosas quería atender a todas partes, pero en todas partes era más pequeño que los sucesos que afrontaba, y sólo su audacia le inspiraba confianza.
En los últimos días de marzo, el general La Madrid había sido enviado por Rosas a solidar su quebrantado poder en las provincias revolucionadas. Pero, casi solo, el valor personal del antiguo contendor de Quiroga no era suficiente para la empresa que se le confiaba, y tuvo que demorarse en Córdoba para reclutar algunos soldados.
Para auxiliar a Echagüe y a Oribe en la provincia de Entre Ríos, acaba Rosas por tirar el guante a la paciencia del pueblo de Buenos Aires; y, en los meses de marzo y abril, hace ejecutar esa escandalosa leva de ciudadanos de todas las clases, de todas las edades, de todas las profesiones, que no fuesen federales conocidos; y que debían elegir entre marchar al ejército como soldados veteranos, o dar en dinero el valor de dos, diez y hasta cuarenta personeros; debiendo, entretanto, permanecer en las cárceles, o en los cuarteles.
Este primer anuncio de la época del terror, que comenzaba, por una parte; y por otra, el entusiasmo, la fiebre patria que agitaba el espíritu de la juventud, al ruido de las victorias del Ejército Libertador y a la propaganda de la prensa de Montevideo, daban origen a la numerosa y distinguida emigración, que dejaba las playas de Buenos Aires por entre los puñales de la Mashorca.
La ciudad estaba desierta. Los que huían de los personeros, se ocultaban; los que tenían valor y medios, emigraban.
Para resistir a Lavalle, vencedor en dos batallas, Rosas tenía apenas unos restos de ejército encajonados contra el Paraná, en la provincia de Entre Ríos.
Para contener las provincias, sólo podía enviar en auxilio de sus partidarios en ellas, al general La Madrid en el estado en que se ha visto.
Para la provincia de Buenos Aires, sólo contaba con su hermano Prudencio, Granada, González, Ramírez, al frente de pequeñas divisiones sin moral y sin disciplina.
Y para aterrorizar la capital, sólo contaba con la Mashorca.
Otros peligros todavía mayores le amenazaban aún, hasta la época en que nos encontramos.
El general Rivera, embelesado con su victoria de Cagancha, no hacía sino pasearse con su ejército de un punto al otro en la República Uruguaya, sin ir a buscar sobre el territorio de su enemigo los resultados provechosos de aquella acción. Pequeñeces de carácter quizá, que la historia sabrá revelar más tarde, estorbaban la unidad de acción entre los dos generales a quienes la victoria acababa de favorecer. Pero el pronunciamiento del pueblo oriental era inequívoco. Desde el primer hombre de Estado hasta el último ciudadano, comprendían la necesidad de obrar enérgicamente contra Rosas; y el noble deseo de contribuir a la libertad argentina, no entusiasmaba menos a los orientales en esos momentos, que a los mismos hijos de la república. Era sólo el general Rivera el responsable de su inacción. Pero aquella opinión tan pronunciada hacía esperar que de un momento a otro se diese principio a la simultaneidad de las operaciones militares, y Rosas no podía menos de creerlo así.
Últimamente, estaba el poder de la Francia delante del dictador.
Desde la ascensión del general Rivera a la presidencia de la república, una alianza de hecho se había establecido entre ese general y las autoridades francesas en el Plata, para resistir y hostilizar al enemigo común.
Las concesiones más importantes habían tenido lugar recíprocamente entre ambos; y, hasta ese momento, la buena fe y la lealtad eran los distintivos del gobierno de la república y de aquellas autoridades, en sus operaciones contra Rosas.
La susceptibilidad nacional de los emigrados argentinos habíase alarmado al principio de la cuestión francesa. Creían de su deber, los más moderados, mantenerse neutrales en una cuestión internacional que se discutía con el gobierno de su país, fuese cual fuese el sistema interior de ese gobierno, y los más celosos de su nacionalidad, como el cantor de Ituzaingó, por ejemplo, hablaban sin reserva de la audacia extranjera.
Las repetidas y francas declaraciones del gobierno y los agentes de la Francia en el Plata, no tardaron, sin embargo, en traer el convencimiento a los emigrados, de que no se trataba de ofender a la dignidad de la nación argentina; ni de querer atentar a ninguno de sus derechos permanentes; que se trataba solamente de obligar a un déspota a respetar principios universalmente reconocidos: y empezó a establecerse entonces, primero la amistad, y después una verdadera alianza de hecho, entre las autoridades francesas y los emigrados, contra el enemigo común.
La República Oriental, pues; la emigración argentina y el poder francés en el Plata obraban de acuerdo en sus operaciones contra Rosas.
Pero a la época en que presentamos los sucesos de esta obra, la política francesa en el Plata empezaba a sufrir ciertas variaciones alarmantes.
Al señor Roger había reemplazado el señor Bouchet de Martigny, y al almirante Le Blanc, el contraalmirante Dupotet.
Bajo el mando de este último, el bloqueo había sido levantado de todo el litoral de Buenos Aires, fuera del Río de la Plata, y limitádose a lo que quedaba dentro de su embocadura en el Océano.
Esta medida debilitaba prodigiosamente los efectos del bloqueo. Y, durante el mando de aquel jefe, se sintieron los primeros síntomas de desconfianza en los enemigos de Rosas.
Desde la mediación del comodoro americano Nicholson, en abril de 1839, no se había hablado de proposiciones de arreglo. Pero a bordo del buque de Su Majestad Británica la Acteon tuvo lugar una entrevista, el 28 de febrero de 1840, del señor Mandeville, Don Felipe Arana y el contraalmirante francés. Y de este triunvirato nacieron alarmantes sospechas. Sin embargo, el señor Bouchet de Martigny era el encargado de entenderse diplomáticamente con Rosas, y él no tenía instrucciones que pudieran hacer declinar las proposiciones del ultimatum de Mr. Roger. Y así se le vio, un mes después de la entrevista en la Acteon, desechar las proposiciones atrevidas del dictador de Buenos Aires, sobre una transacción. Y era el señor Martigny quien, a la vez que sabía defender intransigiblemente en estas regiones los derechos y el crédito de su país, cuyo gobierno les prestaba tan débil atención, cooperaba y fomentaba, con indecible actividad y entusiasmo, las empresas de los aliados de la Francia contra Rosas.
Y él, poniendo en acción los elementos de la Francia en el Plata; la República Oriental, amenazando con la invasión de sus armas; el general Lavalle sobre el Paraná, precedido de dos victorias; al norte de la república, Tucumán, Salta y Jujuy; al oeste, hasta la falda de la Cordillera, Catamarca y La Rioja, en pie proclamando y sosteniendo la revolución; el norte de la provincia de Buenos Aires, pronto a conmoverse a la aparición del primer apoyo que se le presentase; la ciudad, hostigada por la opresión, y desbordándose sobre el Plata para emigrar a la ribera opuesta, eran todos estos los rasgos de ese inmenso cuadro de peligros que se ofrecía a los ojos del dictador. Todo el horizonte de su gobierno se encapotaba. Y sólo alguna que otra palabra consoladora recibía de la Inglaterra, por boca del caballero Mandeville, en lo que hacía relación con el bloqueo francés. Pero la Inglaterra, a pesar de los mejores deseos hacia Rosas que animaban a su representante en Buenos Aires, no podía desconocer el derecho de la Francia para mantener su bloqueo en el Plata, aun cuando el comercio inglés se resentía de esa larga interdicción que sufría uno de los más ricos mercados de la América Meridional.
De una situación semejante sólo la fortuna podía libertar a Rosas; pues de aquélla no se podía deducir lógica y naturalmente sino su ruina próxima.
Él trabajaba sin embargo; acudía a todas partes con los elementos y los hombres de que podía disponer. Pero, se puede repetir, que sólo esa reunión de circunstancias prósperas e inesperadas que se llama fortuna, era lo único con que podía contar Rosas en los momentos que describimos; pues tal era su situación en la noche en que acaecieron los sucesos que se conocen ya. Y es durante ellos, es decir, a las doce de la noche del 4 de mayo de 1840, que nos introducimos con el lector a una casa, en la calle del Restaurador.
En el zaguán de esa casa, completamente oscuro, había, tendidos en el suelo, y envueltos en su poncho, dos gauchos y ocho indios de la Pampa, armados de tercerola y sable, como otros tantos perros de presa que estuviesen velando la mal cerrada puerta de la calle.
Un inmenso patio cuadrado y sin ningún farol que le diese luz, dejaba ver la que se proyectaba por la rendija de una puerta a la izquierda, que daba a un cuarto con una mesa en el medio, que contenía solamente un candelero con una vela de sebo, y unas cuantas sillas ordinarias, donde estaban, más bien tendidos que sentados, tres hombres de espeso bigote, con el poncho puesto y el sable a la cintura, y con esa cierta expresión en la fisonomía que dan los primeros indicios a los agentes de la policía secreta de París o Londres, cuando andan a caza de los que se escapan de galeras, o de forajidos que han de entrar en ellas.
Del zaguán doblando a la derecha, se abría el muro que cuadraba el patio, por un angosto pasadizo con una puerta a la derecha, otra al fondo, y otra a la izquierda. Esta última daba entrada a un cuarto sin comunicación, donde estaba sentado un hombre vestido de negro, y en una posición meditabunda. La puerta del fondo del pasadizo daba entrada a una cocina estrecha y ennegrecida; y la puerta de la derecha, por fin, conducía a una especie de antecámara que se comunicaba con otra habitación de mayores dimensiones, en la que se veía una mesa cuadrada, cubierta con una carpeta de bayeta grana, unas cuantas sillas arrimadas a la pared, una montura completa en un rincón; y algo más que describiremos dentro de un momento. Esta habitación recibía las luces por dos ventanas cubiertas por celosías, que daban a la calle; y por el tabique de la izquierda se comunicaba con un dormitorio, como éste a su vez con varias otras habitaciones que cuadraban el patio a la derecha. En una de ellas, alumbrada, como todas las otras, por algunas velas de sebo, se veía una mujer dormida sobre una cama, pero completamente vestida, y cuyo traje abrochado hacía dificultosa su respiración.
En el cuarto de la mesa cuadrada había cuatro hombres en derredor de ella.
El primero era un hombre grueso, como de cuarenta y ocho años de edad, sus mejillas carnudas y rosadas, labios contraídos, frente alta pero angosta, ojos pequeños y encapotados por el párpado superior, y de un conjunto, sin embargo, más bien agradable pero chocante a la vista. Este hombre estaba vestido con un calzón de paño negro, muy ancho, una chapona color pasa, una corbata negra con una sola vuelta al cuello, y un sombrero de paja cuyas anchas alas le cubrirían el rostro, a no estar en aquel momento enroscada hacia arriba la parte que daba sobre su frente.
Los otros tres hombres eran jóvenes de veinte y cinco a treinta años, vestidos modestamente, y dos de ellos excesivamente pálidos y ojerosos.
El hombre de sombrero de paja leía un montón de cartas que tenía delante, y los jóvenes escribían.
En un ángulo de esta habitación se veía otra figura humana, y al parecer con vida. Era ella la de un viejecito de setenta a setenta y dos años de edad, de fisonomía enluta, escuálida, sobre la que caían los cadejos de un desordenado cabello casi blanco todo él, y cuyo cuerpo flaco, y algo contrahecho, por la elevación del hombro izquierdo sobre el derecho, estaba vestido con una casaca militar de paño grana, cuyas charreteras cobrizas, con sus canelones más decrépitos que el portador de ellas, caían de los hombros, la una hacia el pecho y la otra hacia la espalda. Una faja de seda roja, rala y mugrienta como la casaca, le ataba a la cintura un espadín, que parecía heredado de los primeros cabildantes del virreinato; y un pantalón de color indefinible, y unas botas lustradas con barro, completaban la parte ostensible del vestido de aquel hombre, que sólo mostraba señales de vida por las cabezadas que daba, en la terrible lucha que había emprendido con el sueño.
En el ángulo opuesto, hacia espaldas del hombre del sombrero de paja, había en el suelo el cuerpo de un hombre, enroscado como una boa. Era ese hombre un mulato gordo y bajo al parecer, pero indudablemente vestido con el manteo de un sacerdote, y que dormía, tendido y pegando sus rodillas contra el pecho, un sueño profundísimo y tranquilo.
El silencio era sepulcral. Pero de repente uno de los escribanos levanta la cabeza y pone la pluma en el tintero.
-¿Acabó usted? -dice el hombre del sombrero de paja dirigiéndose al joven.
-Sí, Excelentísimo Señor.
-A ver, lea usted.
-En la provincia de Tucumán: Marco M. de Avellaneda, José Toribio del Corro, Piedrabuena (Bernabé),José Colombres. Por la provincia de Salta: Toribio Tedín, Juan Francisco Valdez, Bernabé López Sola.
-¿No hay más?
-No, Excelentísimo Señor. Esos son los nombres de los salvajes unitarios que firman los documentos de 7 y 10 de abril, de la provincia de Tucumán; y 13 del mismo, de la provincia de Salta.
-¡En que se me desconoce por gobernador de Buenos Aires, y se me despoja del ejercicio de las relaciones exteriores! -dijo con una sonrisa indefinible ese hombre a quien daban el título de Excelentísimo, y que no era otro que el general Don Juan Manuel Rosas, dictador argentino.
-Lea usted los extractos de las comunicaciones recibidas hoy -continuó.
-De La Rioja, con fecha 15 de abril, se comunica que los traidores Brizuela, titulado Gobernador, y Francisco Ersilbengoa, titulado Secretario, en logia con Juan Antonio Carmona, y Lorenzo Antonio Blanco, titulados Presidente y Secretario de la Sala, se preparan a sancionar una titulada ley, en la cual se desconocerá en el carácter de Gobernador de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores, al Ilustre Restaurador de las Leyes, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas; y todo esto por sugestiones del cabecilla unitario Marco Avellaneda, titulado jefe de la Liga del Norte.
-¡Brizuela! ¡Ersilbengoa! ¡Carmona! ¡Blanco! -repitió Rosas con los ojos clavados en la carpeta colorada, como si quisiera grabar con fierro en su memoria los nombres que acababa de oír y repetía...-. Continúe usted -dijo después de un momento de silencio.
-De Catamarca, con fecha 16 de abril, comunican que el salvaje unitario Antonio Dulce, titulado Presidente de la Sala, y José Cubas, titulado Gobernador, se proponen publicar una titulada ley en la que se llamará tirano al Ilustre Restaurador de las Leyes, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas.
-¡Yo les daré dulces! -exclamó Rosas, contrayendo sus labios, y dilatándose las ventanas de su nariz-. A ver -continuó dirigiéndose a otro de los escribientes que acababa de poner la pluma sobre el tintero-; a ver, déme usted la acta de Jujuy, de 13 de abril. Muy bien; lea usted ahora la copia de los nombres que la firman.
Y el escribiente leyó los siguientes nombres, mientras Rosas hacía el cotejo con los que estaban en la acta que tenía en su mano: Roque Alvarado, Rufino Valle, Francisco N. Carrillo, Pedro José de Sarverri, Pedro Sáenz, Benito S. de Bustamante, José Ignacio de Guerrico, Ignacio Segurola, Isidro Graña, José Tello, Pedro Ferreira, Juan Arroyo, José Rodríguez, Pedro Jerez, Pascual Blas, Juan Bautista Pérez, Manuel Sagardia, Mariano Fernández, Manuel J. de Moral, José L. Villar, Hilarión Echenique, Blas Agudo, Pedro Antonio Gogénola, Pedro Alberto Puch, Restituto Zenarruza, Juan Manuel Gogénola, Tomás Games, Estanislao Echavarría, Gavino Pérez, Policarpo del Moral, Jacinto Guerrero, Rafael Alvarado, Dr. Andrés Zenarruza, Gabriel Marquierguy, José Cuevas Aguirre, Antonio Valle, Sandalio Ferreira, Prudencio Estrada, Natalio Herrera, José Pío Ramo, Pedro Antonio de Aguirre, (Secretario) Carlos Aguirre.
-Está bien -dijo Rosas volviendo el acta al escribiente. ¿Bajo qué rótulo va usted a poner esto?
«Comunicaciones de las provincias dominadas por los unitarios», como Vuecelencia lo ha dispuesto.
-Yo no he dispuesto eso; vuelva usted a repetirlo.
de las provincias dominadas por los traidores unitarios» -dijo el joven empalideciendo hasta los ojos.
-Yo no he dicho eso; vuelva usted a repetirlo.
-Pero, señor.
-¡Qué señor! A ver, diga usted fuerte para que no se le olvide más: «Comunicaciones de las provincias dominadas por los salvajes unitarios».
-«Comunicaciones de las provincias dominadas por los salvajes unitarios» -repitió el joven con un acento nervioso y metálico que hizo abrir los ojos al viejecito de la casaca colorada, que en aquel momento se había dormido profundamente.
-Así quiero que se llamen en adelante; así lo he mandado ya, salvajes, ¿oye usted?
-Sí, Excelentísirno Señor, salvajes.
-¿Concluyó usted? -preguntó Rosas dirigiéndose al tercer escribiente.
-Ya está, Excelentísimo Señor.
-Lea usted.
Y el escribiente leyó:
¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios! Buenos Aires, 4 del mes de América de 1840, año 31 de la Libertad, 25 de la Independencia, y 11 de la Confederación Argentina. El General Edecán de Su Excelencia al Comandante en jefe del número 2, coronel Don Antonio Ramírez. El infrascripto ha recibido orden del Excelentísimo Gobernador de la Provincia, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel de Rosas, para avisar a Usía que Su Excelencia ha dispuesto, que al comunicar Usía el número de tropas de que se compone la división, diga siempre el doble, debiendo informar que la mitad es de línea, y que toda se halla animada de un santo entusiasmo federal. Lo que deberá Usía tener muy presente en adelante. Dios guarde a Usía muchos años.
-Eso es -dijo Rosas tomando el oficio que le presentaba el escribiente. ¡Eh! -gritó en seguida dirigiendo sus ojos y su voz al lugar donde cabeceaba el viejo de la casaca grana, que, como tocado por una barra eléctrica, se puso de pie y se encaminó a la mesa, con el espadín hacia el espinazo, y una charretera sobre el pecho y la otra sobre la espalda-. Ya se había dormido, vicio flojo, ¿no es verdad?
-Su Excelencia, perdone...
-Déjese de perdón, y firme acá.
Y tomando el viejo la pluma que le presentaba Rosas, escribió al pie del oficio, y con una letra trémula:
Manuel Corvalán.
-Bien pudo aprender a escribir mejor cuando estuvo en Mendoza -dijo Rosas, riéndose de la letra de Corvalán, quien no le contestó una sola palabra, quedándose de pie como una estatua al lado de la mesa-. Dígame, señor general Corvalán -continuó Rosas todavía sonriéndose-, ¿qué le contestó Simón Pereira?
-Que los paños de tropa no se podían conseguir hoy al mismo precio que los anteriores, sino a un treinta por ciento más.
-¡Mire! -dijo Rosas dándose vuelta en la silla y poniéndose cara a cara con Corvalán-. Mañana a las doce vaya usted a verlo, y, delante de todos los que están con él, hágale así de mi parte, repitiéndole en cada vez, que yo se lo mando. ¿Ha oído?
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿A ver, cómo lo va a hacer?
-El Señor Gobernador le manda a usted esto... El Señor Gobernador le manda a usted esto... El Señor Gobernador le manda a usted esto...
Y al fin de la oración, Corvalán daba un golpe con la mano abierta sobre la mitad del brazo opuesto, con la más profunda y respetuosa gravedad. Rosas soltó una carcajada; los escribientes sonrieron, pero el edecán de Su Excelencia permaneció con una fisonomía inconmovible.
-Dígame, general, ¿a qué hora vino el médico que está ahí?
-A las doce del día, Excelentísimo Señor.
-¿Ha pedido algo?
-Un vaso de agua una vez, y fuego dos veces.
-¿Ha dicho algo?
-Nada, señor.
-Bueno; llévele este oficio que me pasó ayer, y dígale que lo rehaga y ponga la raya marginal que le falta, y que otra vez no se olvide de las disposiciones del gobierno.
-¿Y lo dejo retirarse?
-Sí, ya ha estado doce horas sin comer, y con miedo, para que aprenda a respetar otra vez lo que yo mando
Y Corvalán salió a cumplir las órdenes recibidas con aquel hombre vestido de negro que encontramos en el cuarto a la izquierda del pasadizo.
-¿Las comunicaciones de Montevideo están extractadas? -preguntó Rosas a uno de los escribientes.
-Sí, Excelentísimo Señor.
-¿Los avisos recibidos por la policía?
-Están apuntados.
-¿A qué hora debía ser el embarque esta noche?
-A las diez.
-¡Son las doce y cuarto! -dijo Rosas mirando su reloj y levantándose, habrán tenido miedo. Pueden ustedes retirarse. Pero ¿qué diablos es esto? -exclamó reparando en el hombre que dormía enroscado en un rincón del cuarto envuelto en un mantee-. ¡Ah! ¡Padre Viguá! Recuérdese Su Reverencia -dijo, dando una fuertísima patada sobre los lomos del hombre a quien llamaba Su Reverencia, que, dando un chillido espantoso, se puso de pie enredado en el manteo. Y los escribientes salieron uno en pos de otro, festejando con un semblante risueño la gracia de Su Excelencia el Gobernador.
Rosas quedó cara a cara con un mulato de baja estatura, gordo, ancho de espaldas, de cabeza enorme, frente plana y estrecha, carrillos carnudos, nariz corta, y en cuyo conjunto de facciones informes estaba pintada la degeneración de la inteligencia humana, y el sello de la imbecilidad.
Este hombre, tal como se acaba de describir, estaba vestido de clérigo, y era uno de los dos estúpidos con que Rosas se divertía.
Dolorido, y estupefacto el pobre mulato, miraba a su amo y se rascaba la espalda, y Rosas se reía al contemplarlo, cuando entró de vuelta el general Corvalán.
-Qué le parece a usted, Su Paternidad estaba durmiendo mientras yo trabajaba.
-Muy mal hecho -contestó el edecán con su siempre inamovible fisonomía.
-Y porque lo he despertado se ha puesto serio.
-Me pegó -dijo el mulato con voz ronca y quejumbrosa, y abriendo dos labios color de hígado, dentro los cuales se veían unos dientes chiquitos y puntiagudos.
-Eso no es nada, padre Viguá, ahora con lo que comamos se ha de mejorar Su Paternidad. ¿Se fue el médico, Corvalán?
-Sí, señor.
-¿No dijo nada?
-Nada.
-¿Cómo está la casa?
-Hay ocho hombres en el zaguán, tres ayudantes en la oficina, y cincuenta hombres en el corralón.
-Está bueno; retírese a la oficina.
-¿Si viene el jefe de policía?
-Que le diga a usted lo que quiere.
-Si viene...
-Si viene el diablo, que le diga a usted lo que quiere -le interrumpió Rosas bruscamente.
-Está muy bien, Excelentísimo Señor.
-Oiga usted.
-¿Señor?
-Si viene Cuitiño, avíseme.
-Está muy bien.
-Retírese ¿Quiere comer?
-Doy las gracias a Su Excelencia; ya he cenado.
-Mejor para usted.
Y Corvalán fuese con sus charreteras y su espadín a reunir con los hombres que estaban tendidos sobre las sillas, en aquel cuarto de la izquierda del patio, que ya el lector conoce, y al que el edecán de Su Excelencia acababa de dar el nombre de oficina; tal vez porque al principio de su administración, Rosas había instalado en ese cuarto la comisaría de campaña, aun cuando al presente sólo servía para fumar y dormitar los ayudantes de ese hombre, que como invertía los principios políticos y civiles de una sociedad, invertía el tiempo, haciendo de la noche día para su trabajo, su comida y sus placeres.
-¡Manuela! -gritó Rosas luego que salió Corvalán, entrando al cuarto contiguo, donde ardía una vela de sebo cuya pavesa carbonizada dejaba esparcir apenas una débil y amarillenta claridad.
-¡Tatita! -contestó una voz que venía de una pieza interior. Un segundo después apareció aquella mujer que encontramos durmiendo sobre una cama, sin desvestirse.
Era esa mujer una joven de veinte y dos a veinte y tres años, alta, algo delgada, de un talle y de unas formas graciosas, y con una fisonomía que podría llamarse bella, si la palabra interesante no fuese más análoga para clasificarla.
El color de su tez era ese pálido oscuro que distingue comúnmente a las personas de temperamento nervioso, y en cuyos seres la vida vive más en el espíritu que en el cuerpo. Su frente, poco espaciosa, era, sin embargo, fina, descarnada y redonda; y su cabello castaño oscuro, tirado tras de la oreja, dejaba descubrir los perfiles de una cabeza inteligente y bella. Sus ojos, algo más oscuros que su cabello, eran pequeños pero animados e inquietos. Su nariz recta y perfilada, su boca grande pero fresca y bien rasgada, y, por último, una expresión picante en la animada fisonomía de esta joven, hacía de ella una de esas mujeres a cuyo lado los hombres tienen menos prudencia que amor, y más placer que entusiasmo. Se ha observado generalmente, que las mujeres delgadas, pálidas, de formas ligeramente pronunciadas, y de temperamento nervioso, poseen cierto secreto de voluptuosidad instintiva que impresiona fácilmente la sangre y la imaginación de los hombres; en contrario de esa impresión puramente espiritual, que reciben de las mujeres en quienes su tez blanca y rosada, sus ojos tranquilos y su fisonomía cándida revelan cierta lasitud de espíritu, por la cual los profanos las llaman indiferentes, y los poetas, ángeles.
Su vestido de merino color guinda, perfectamente ceñido al cuerpo, le delineaba un talle redondo y fino, y le dejaba descubiertos unos hombros, que sin ser los hombros poetizados de María Stuart, bien pudieran pasar por hombros tan suaves y redondos, que la sien del más altivo unitario no dejaría de aceptarlos para reclinarse en ellos un momento, en horas de aquel tiempo en que la vida era fatigada por tantas y tan diversas impresiones.
Y fue así que se le presentó a Rosas esa mujer; esa mujer que era su hija; y a quien saludó diciéndola:
-Ya estabas durmiendo, ¿no? Todavía te he de casar con Viguá para que duerman hasta que se mueran. ¿Estuvo María Josefa?
-Sí, tatita, estuvo hasta las diez y media.
-¿Y quién más?
-Doña Pascuala y Pascualita.
-¿Con quién se fueron?
-Mansilla las acompañó.
-¿Nadie más ha venido?
-Picolet.
-¡Ah! El carcamán te hace la corte.
-A usted, tatita.
-¿Y el gringo no ha venido?
-No, señor. Esta noche tiene una pequeña reunión en su casa para oír tocar el piano no sé a quien.
-¿Y quiénes han ido?
-Creo, que son ingleses todos.
-¡Bonitos han de estar a estas horas!
-¿Quiere usted comer, tatita?
-Sí, pide la comida.
Y Manuela volvió a las piezas interiores, mientras Rosas se sentó a la orilla de una cama, que era la suya, y con las manos se sacó las botas, poniendo en el suelo sus pies sin medias, tales como habían estado entre aquéllas; se agachó, sacó un par de zapatos debajo la cama, volvió a sentarse, y, después de acariciar con sus manos sus pies desnudos, se calzó los zapatos. Metió luego la mano por entre la pretina de los calzones, y levantando una finísima cota de malla que le cubría el cuerpo hasta el vientre, llevó la mano hasta el costado izquierdo, y se entretuvo en rascarse esa parte del pecho, por cuatro o cinco minutos a lo menos; sintiendo con ello un verdadero placer, esa organización en quien predominan admirablemente todos los instintos animales.
No tardó en aparecer la joven hija de Rosas, a prevenir a su padre que la comida estaba en la mesa.
En efecto, estaba servida en la pieza inmediata, y se componía de un grande asado de vaca, un pato asado, una fuente de natas y un plato de dulce. En cuanto a vinos, había dos botellas de Burdeos delante de uno de los cubiertos. Y una mulata vieja, que no era otra que la antigua y única cocinera de Rosas, estaba de pie para servir a la mesa.
Rosas llamó con un fuerte grito a Viguá, que había quedado durmiéndose contra la pared del gabinete de Su Excelencia, y fue a sentarse con su hija a la mesa de su comida nocturna.
-¿Quieres asado? -dijo a Manuela cortando una enorme tajada que colocó en su plato.
-No, tatita.
-Entonces come pato.
Y mientras la joven cortó un alón del ave y lo descarnaba más bien por entretenimiento que otra cosa, su padre comía tajada sobre tajada de carne, rodeando los bocados con repetidos tragos.
-Siéntese Su Paternidad -dijo a Viguá, que con los ojos devoraba las viandas, y que no esperó segunda vez la invitación que se le hacía.-Sírvelo, Manuela.
Y ésta puso en un plato una costilla de asado, que pasó al mulato, quien al tomarla miró a Manuela con una expresión de enojo salvaje, que no pasó inapercibida de Rosas.
-¿Qué tiene, padre Viguá? ¿Por qué mira a mi hija con esa cara tan fea?
-Me da un hueso -contestó el mulato, metiéndose a la boca un enorme pedazo de pan.
-¡Cómo es eso! ¿Tú no cuidas al que te ha de echar la bendición cuando te cases con el ilustrísimo señor Gómez de Castro, fidalgo portugués, que le dio ayer dos reales a Su Paternidad? Has hecho muy mal, Manuela; levántate y bésale la mano para desenojarlo.
-Bueno, mañana le besaré la mano a Su Paternidad -dijo Manuela sonriendo.
-No, ahora mismo.
-¡Qué ocurrencia, tatita! -replicó la joven entre seria y risueña, como dudando de la verdadera intención de su padre.
-Manuela, dale un beso en la mano a Su Paternidad.
-Yo, no.
-Tú, sí.
-¡Tatita!
-Padre Viguá, levántese Su Reverencia y déle un beso en la boca.
El mulato se levantó, arrancando con los dientes un pedazo de carne de la costilla que tenía en sus manos, y Manuela clavó en él sus ojos chispeantes de altanería, de despecho, de rabia; ojos que habrían fascinado aquella máquina de estupidez y abyección, sin la presencia alentadora de Rosas. El mulato se acercó a la joven, y ella, pasando de la primera inspiración del orgullo al abatimiento de la impotencia, escondió su rostro entre sus manos para defenderle con ellas de la profanación a que le condenaba su padre. Pero esta débil y pequeña defensa de su rostro no alcanzaba hasta su cabeza, y el mulato, que tenía más gana de comer que de besar, se contentó con poner sus labios grasientos sobre el fino y lustroso cabello de la joven.
-¡Qué bruto es Su Reverencia! -exclamó Rosas riéndose a carcajada suelta-. Así no se besa a las mujeres. ¿Y tú? ¡Bah! ¡La mojigata! Si fuera un buen mozo no le tendrías asco.
Y se echó un vaso de vino a la garganta, mientras su hija, colorada hasta las orejas, enjugaba con los párpados una lágrima que el despecho le hacía brotar por sus claros y vivísimos ojos.
Rosas comía entretanto con un apetito tal, que revelaba bien las fibras vigorosas de su estómago, y la buena salud de aquella organización privilegiada, en quien las tareas del espíritu suplían la actividad que le faltaba al presente.
Luego del asado comióse el pato, la fuente de natas y el dulce.
Y siempre cambiando palabras con Viguá, a quien de vez en cuando tiraba una tajada, acabó por dirigirse a su hija, que guardaba silencio con los labios, mientras bien claro se descubría en las alteraciones fugitivas de su semblante, la sostenida conversación que entretenía consigo misma.
-¿Te ha disgustado el beso, no?
-¿Y cómo podrá ser de otro modo? Parece que usted se complace en humillarme con la canalla más inmunda. ¿Qué importa que sea un loco? Loco es también Eusebio, y por él he sido el objeto de la risa pública, empeñado que estuvo, como lo sabe usted, en abrazarme en la calle; sin que nadie se atreviese a tocarlo porque era el loco favorito del Gobernador -dijo Manuela con un acento tan nervioso, y con una tal animación de semblante y de voz, que ponía en evidencia el esfuerzo que había hecho en sufrir sin quejarse la humillación por que acababa de pasar.
-Sí, pero has visto ya que le he hecho dar veinte y cinco azotes, y que le tendré en Santos Lugares hasta la semana que viene.
-¿Y qué importa? ¿Es por ese castigo que se olvidarán del ridículo en que me puso ese imbécil? ¿Porque usted le mande dar veinte y cinco azotes, dejarán, y con razón, de hacerme el objeto de las conversaciones y la burla? Yo bien comprendo que usted se divierte con sus locos; que son, puede decirse, las únicas distracciones que usted tiene; pero la libertad que usted les consiente conmigo en su presencia, les da la idea de que están autorizados para desmandarse donde quiera que me hallan. Yo consentiría en que me dijesen cuanto quisieran, pero ¿qué diversión halla usted en que me toquen y me irriten?
-Son tus perros que te acarician.
-¡Mis perros! -exclamó Manuela, en quien la animación se aumentaba a medida que se desprendían las palabras de sus labios rojos como el carmín-: los perros me obedecerían; un perro le sería a usted más útil que ese estúpido, porque siquiera un perro cuidaría de la persona de usted, y la defendería si llegase ese caso horrible que todos se empeñan en profetizarme con palabras ambiguas, pero cuyo sentido yo comprendo sin dificultad.
Manuela cesó de hablar, y una nube sombría cubrió la frente de Rosas, con las últimas palabras de su hija.
-¿Y quiénes te lo dicen? -preguntó con calma después de algunos instantes de silencio.
-Todos, señor -contestó Manuela volviendo su espíritu a su natural estado-, todos cuantos vienen a esta casa parece que complotan para infundirme temores sobre los peligros que rodean a usted.
-¿De qué clase?
-¡Oh!, nadie me habla, nadie se atreve a hablar de peligros de guerra, ni de política, pero todos pintan a los unitarios como capaces de atentar en cada momento a la vida de usted... Todos me recomiendan que le vele, que no le deje solo, que haga cerrar las puertas: acabando siempre por ofrecerme sus servicios, que, sin embargo, nadie tiene quizá la sinceridad de ofrecérmelos con lealtad, pues sus comedimientos son más una jactancia que un buen deseo.
-¿Y por qué lo crees?
-¿Por qué lo creo? ¿Piensa usted que Garrigós, que Torres, que Arana, que García, que todos esos hombres que el deseo de ponerse bien con usted trae a esta casa, son capaces de exponer su vida por ninguna persona de este mundo? Si temen que suceda una desgracia, no es por usted, sino por ellos mismos.
-Puede ser que no te equivoques -dijo Rosas con calma, y haciendo girar sobre la mesa el plato que tenía por delante-, pero si los unitarios no me matan en este año, no me han de matar en los que vienen. Entre tanto, tú has cambiado la conversación. Te has enojado porque Su Paternidad te quiso dar un beso, y yo quiero que hagas las paces con él. Fray Viguá -continuó dirigiéndose al mulato que tenía pegado el plato de dulce contra la cara, entreteniéndose en limpiarlo con la lengua-: Fray Viguá, déle un abrazo y dos besos a mi hija para desenojarla.
-¡No, tatita! -exclamó Manuela levantándose, y con un acento de temor y de irresolución, difícil de definir porque era la expresión de la multitud de sentimientos que en aquel momento se agitaban en su alma de mujer, de joven, de señorita, a la presencia de aquel objeto repugnante a cuya monstruosa boca quería su padre unir los labios delicados de su hija, sólo por el sistema de no ver torcido un deseo suyo por la voluntad de nadie.
-Bésela, Padre.
-Déme un beso -dijo el mulato dirigiéndose a Manuela.
-No -dice Manuela corriendo.
-Déme un beso -repite el mulato.
-Agárrela, Padre -le grita Rosas.
-¡No, no! -exclamaba Manuela con un acento lleno de indignación.
Pero en medio de las carreras de la hija, de las carcajadas del padre, y de la persecución que hacía el mulato a su presa, que siempre se le escapaba de entre las manos, pálida, despechada, impotente para defenderse de otro modo que con la huida, el rumor trepitoso que hacían sobre las piedras de la calle las herraduras de un crecido número de caballos, suspendió de improviso la acción y la atención de todos.

 Novela Amalia capitulo IV Hora de Comer Autor :José Mármol 

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