martes, 27 de marzo de 2012

Yámanas o Yaganes

Los indígenas canoeros o nómades marinos que vivían en el Sur de Tierra del Fuego se llamaban a sí mismos: yámana, palabra que significaba primordialmente humanidad, humano, vivo, no muerto, con buena salud. Con ese término el grupo se individualizaba respecto de otros indígenas que hablaban un lenguaje diferente, así como de todos los pueblos distintos a ellos mismos. Como nombre auténtico de esos indígenas se debe respetar esa autodenominación del ser grupal.



En otros escritos se los denominó de otros modos, como por ejemplo: tekenika, nombre que nunca tuvieron y que en realidad se originó en un malentendido del Capitán R. Fitz-Roy. Más comúnmente utilizado es yahgan (en la literatura en inglés) o yaganes (en castellano), pero este término no identificaba al grupo sino que fue creado por el Rvdo. Thomas Bridges, en referencia a los aborígenes que ocupaban el Yagashaga, hoy Canal Murray, y luego fue generalizado. Ya creada la Misión Anglicana en Ushuaia, algunos fueron bautizados con el término Yahgan como apellido, nombre que por esta vía llegó a tener un cierto y tardío valor de autorreconocimiento.



El país de los yámanas se extendía desde Bahía Sloggett al Este (en la margen Norte del Canal Beagle) hasta la Península Brecknock al Oeste y el Cabo de Hornos por el Sur, es decir un triángulo cuya base era la margen Norte del Canal Beagle y su vértice el Cabo de Hornos. El Islario que se extiende al Oeste hasta la desembocadura Occidental del Estrecho de Magallanes estaba ocupado por otros nómades de mar conocidos como alacalufes, que tenían pocas diferencias culturales con los yámanas. Hacia el Este entraban en contacto con los haush. En los grupos se producían algunos casamientos mixtos con yámanas y había algunos individuos con capacidad bilingüe que eventualmente oficiaban de traductores. Por el Norte, detrás de las montañas, habitaban los selk’nam.



Los yámanas llamaban a su lenguaje: yamaníhasha. Se caracterizaba por ser sonoro y abundante en vocales. A pesar de su riqueza en vocablos, los yámanas eran poco conceptuales: no entendían ideas abstractas separadas de un contexto de aplicación inmediata. Muchas de sus palabras servían para indicar matices sutiles o diferencias de situación; la estructura gramatical utilizada era sencilla. Interpretaciones ligeras crearon una desfavorable descripción del carácter de los yámanas. Los europeos que establecieron los primeros contactos les crearon una suerte de leyenda negra que incluyó apreciaciones tales como feroces, antropófagos y gran cantidad de términos peyorativos, cuya sola base era la incomprensión. Quienes posteriormente tuvieron convivencia prolongada con estos indígenas acometieron una ardua tarea para cambiar tan denigrante fama, pero lo lograron. Se debe destacar la acción de misioneros anglicanos como Thomas Bridges y John Lawrence, de científicos como Paul D. Hyades y de colonos como Lucas Bridges.



De baja estatura y piernas aparentemente débiles y tórax muy desarrollado, no daban la impresión de desarrollo y fuerza. Sin embargo, eran muy resistentes y en más de una oportunidad resultaron más fuertes que los marinos europeos. Tenían facciones regulares, pómulos pronunciados, frente baja, nariz de base deprimida arriba y ancha abajo y labios gruesos. Tenían cabellos negros, gruesos y lacios; eran casi lampiños, no usaban barba ni bigote y solían depilarse las cejas.



Los yámanas eran laboriosos sólo cuando lo juzgaban necesario; en tales circunstancias podían efectuar grandes esfuerzos físicos. Sin embargo, su concepción del trabajo no era la de los europeos. No lo consideraban un fin en sí mismo ni una obligación permanente. Por lo tanto, no solían mantener el esfuerzo durante mucho tiempo y, de no estar acosados por alguna urgencia, alternaban la labor física con frecuentes y prolongados períodos de descanso.



De la reiteración en crónicas y fuentes etnográficas surge que los yámanas habrían sido emocionales y fácilmente excitables, pero al mismo tiempo poco efusivos en la manifestación exterior de sus afectos, muy susceptibles y suspicaces, hospitalarios y dadivosos pero fríos, y tan pronto taciturnos y reservados (sobre todo en presencia de extraños) como conversadores y propensos a la risa fácil.



El relieve accidentado, los suelos muchas veces saturados de agua, la cerrazón del bosque y la maraña de troncos caídos no impedían las marchas a pie de los fueguinos. Aunque preferían desplazarse en canoas, los yámanas solían caminar mucho. Lo hacían con agilidad, pero encorvados, y tenían una forma de apoyar los pies sobre el suelo que daba a su marcha un aspecto algo bamboleante. Se describió que cuando estaban de pie, daban cierta impresión de desgarbados e inestables debido a la torsión de los pies hacia adentro, a la flexión de las rodillas y a la inclinación del tórax hacia adelante. Sin embargo, en las fotografías que de ellos quedaron, ésta es la posición de la minoría. Su postura de descanso más habitual era estar en cuclillas. Todas las mujeres yámanas nadaban; los varones rara vez o nunca.



El borde Occidental y Meridional de Tierra del Fuego es montañoso, boscoso y lluvioso. En el interior del bosque los recursos comestibles eran muy escasos y para obtener los de otro orden (por ejemplo, leña o corteza) no era necesario adentrarse mucho. En cambio, en las costas existía la posibilidad de encontrar lobos marinos, aves, peces, mariscos y, eventualmente, hasta ballenas varadas. Salvo estas últimas, las otras especies presentaban para los cazadores y recolectores una ventaja muy importante: lo que se llama “previsibilidad de encuentro”, pues su abundancia permitía confiar en que todos los días o con mucha frecuencia se hallarían ejemplares de ellas. Pese a lo cambiante del clima y a los riesgos de la navegación, los desplazamientos en canoa eran mucho más cómodos que las caminatas y brindaban posibilidades mucho mayores de acceso a alimentos sustanciosos. Es natural, por lo tanto, que la vida de los indígenas haya sido esencialmente costera y marítima.



Obtenían todo su sustento a través de la caza, la pesca y la recolección. Hasta que los primeros europeos se instalaron en la región, nunca habían practicado el cultivo de vegetales. Los lobos marinos cazados por los yámanas pertenecían a dos especies: “lobos marinos de dos pelos” o “focas peleteras” (Arctocephalus australis) y “lobos marinos de un pelo” o “leones marinos” (Otaria flavescens); estos últimos tienen el doble del tamaño de los primeros. No hay datos etnográficos sobre la frecuencia de captura de una y otra especie, pero los datos arqueológicos indican para tiempos anteriores a la explotación de europeos y criollos que los Arctocephalus australis eran cazados mucho más a menudo que los otros. Sólo gracias al consumo intensivo de esos lobos marinos, ya que el rendimiento calórico de la grasa y el aceite es muy superior al de la carne o al de los alimentos vegetales; los yámanas podían contrarrestar las elevadas exigencias que el clima frío, húmedo y ventoso imponía a su metabolismo (poseyendo, como poseían, una vestimenta muy escasa). Pero no sólo calorías obtenían de los lobos marinos: sus cueros eran rígidos pero aprovechables para confeccionar capas y correas; esófagos, estómagos, intestinos y vejigas servían como bolsitas o pequeños recipientes impermeables. En el Siglo XIX las poblaciones de lobos marinos que recorrían las aguas fueguinas sufrieron tremenda reducción debido a las cacerías indiscriminadas practicadas con finalidad comercial, principalmente por estadounidenses e ingleses y en las últimas décadas del siglo por criollos.



Ocasionalmente los yámanas capturaban delfines, pero a los cetáceos de tamaño mayor sólo los aprovechaban cuando los encontraban varados en alguna playa, o quizá, cuando se acercaban moribundos a la costa. Esas situaciones no eran previsibles, pero parecería que en tiempos antiguos ocurrían con relativa frecuencia. En tales casos, obtenían cantidades enormes de carne y grasa que les aseguraban sustento por largo tiempo; incluso daban lugar a una de las pocas instancias de conservación de alimentos que practicaban los yámanas: depositaban pedazos de carne y grasa en turberas o en el lecho de arroyos (donde se conservaba apta para consumo al parecer durante muchos meses). Por lo tanto, la incidencia en la dieta de este recurso no debería ser menospreciada. Los nativos también aprovechaban los huesos de las ballenas (apropiados para confeccionar puntas de arpón y otros utensilios) y las barbas, que convertían en filamentos para cantidad de usos como costuras de canoas y baldes de corteza o lazos de trampas para aves.



Sólo en la mitad Oriental del Canal Beagle y en la Isla era posible encontrar guanacos, en el resto del país yámana no los había. Estos eran los únicos animales terrestres de consideración cazados por los yámanas, y su caza se realizaba primordialmente en invierno cuando las tropillas bajaban a la costa.



Los guanacos tienen carne abundante y menos dura que la de lobo marino, pero muy poca grasa. Su captura era más difícil que la de los lobos marinos desde canoas, pues los guanacos son animales muy ágiles, veloces y asustadizos, a los que costaba sorprender. En contraposición, el cuero de los guanacos es flexible y muy abrigado, algunos huesos son muy aptos para la confección de ciertos utensilios y los tendones de cuello y patas son largos y eran útiles para muchos usos.



Los yámanas solían cazar nutrias, pero la distribución y la densidad de estos animales no parece haber sido muy amplia en el Oeste y en el Sur. Ponían mucho empeño en apoderarse de pingüinos, cormoranes, cauquenes, patos-vapor y otras aves. También hay que recordar el consumo estacional de huevos. Aparte de su consumo como alimento, de las aves se guardaban ciertos huesos para confeccionar utensilios y adornos, las plumas para adornos y otros fines, el plumón como sucedáneo de la yesca y los buches como bolsitas para conservar aceite y embutidos.



La pesca no era muy variada, pero sí practicada cotidianamente. En el Canal Beagle los peces son en general chicos y no gregarios, pero las migraciones que ingresan en verano y otoño hacían que la pesca resultara remunerativa. Entre esas migraciones suelen ingresar grandes cardúmenes de sardinas perseguidas por peces mayores y otros predadores. Esto proporcionaba a los indígenas comida en abundancia.



La recolección de mejillones era fácil y permanente, pero los mejillones tienen cada uno poco valor nutricional. Los mariscos ofrecen otras ventajas para la subsistencia humana. Forman densas colonias fácilmente localizables, que se encuentran casi a todo lo largo de las costas. Obtenerlos no dependía del azar o de factores climáticos y, salvo en marea alta, podían ser recogidos en casi todo momento. Eran un componente de obtención segura que incrementaban lo producido por otros recursos. Eran una “válvula de seguridad” para superar momentos de crisis.



Salvo bayas, hongos y algunos mariscos, que eran consumidos crudos, los demás alimentos eran cocinados al fuego o apoyados sobre brasas, pero en general la cocción no era completa. No mostraban remilgos ante el consumo de carne o grasa en etapas iniciales de putrefacción.



Lo principal de la subsistencia yámana era obtenido de los lobos marinos; pero para capturarlos con regularidad no se podía confiar en sorprenderlos sobre la costa. Estos animales se reúnen durante un par de meses al año en colonias de apareamiento y reproducción, pero no necesariamente al alcance de las canoas aborígenes. Durante el resto del año, esos animales pasan más tiempo en el agua que en tierra y aquí son asustadizos. Por lo tanto, su caza en tierra no era suficientemente regular en el ciclo anual como para fundar sobre ellos la subsistencia. Era necesario algún método que permitiera apoderarse de ellos con frecuencia confiable y así fue que la colonización exitosa de la región por los indígenas durante más de 6.000 años residió en el uso de canoas y de arpones de punta ósea separable.



La obtención del alimento estaba repartida entre ambos sexos. La cacería de lobos marinos era labor masculina cuando se practicaba en tierra, pero la mayoría de las veces ocurría en el agua y entonces era tarea compartida: la mujer aproximaba a remo la canoa, mientras el varón acechaba en la proa y arrojaba el arpón contra la presa. Los hombres se encargaban también de cazar guanacos y aves y, cuando la ocasión se presentaba, arponeaban los peces de mayor tamaño. Las mujeres pescaban con línea y recolectaban toda clase de mariscos. La recolección de hongos, bayas y huevos era cumplida por uno u otro sexo según fueran las circunstancias.



Pese a las frecuentes tormentas, las canoas permitían el desplazamiento por los canales, haciendo factible pasar de una isla a otra y posibilitando acercarse a los lobos marinos en el mar. Aún así quedaba el tema del arma a emplear. La que utilizaron primordialmente estaba diseñada para la cacería en el agua y complementaba a la canoa. Se trataba de arpones en los que la punta se insertaba en el mango, en forma que se desprendiera de él en el momento de herir pero quedara unida por una correa flexible. De ese modo se reducía considerablemente el riesgo de rotura de la punta de hueso, y la presa, al huir, debía luchar además contra la resistencia que oponía el mango de madera contra el agua al ser arrastrado. Si el lobo marino se refugiaba entre las espesas matas de algas próximas a la costa, el mango se enredaba en ellas o, si al llenársele de agua los pulmones el animal se hundía, el mango funcionaba como boya que indicaba la localización de la presa.



Los yámanas contaban también con otro tipo de arpón, cuya punta de hueso estaba fijamente atada al extremo del mango y en uno de sus lados mostraba muchos dientes pequeños prolijamente recortados. Esos arpones multidentados eran usados cuando no había temor de que el peso de la presa rompiera esas puntas (para capturar pingüinos, peces de cierto tamaño, etc.) o cuando, por estar firmemente parado en tierra y no sobre una bamboleante canoa, se podía confiar en retener el arma en la mano para asestar nuevos golpes. Cuando se los usaba contra peces, era frecuente que se ataran dos o más de estas puntas de arpón a un mismo mango. En general los mangos de estos arpones eran de menor tamaño que los que se usaban para encastrar las puntas separables y cazar lobos marinos.



Los yámanas eran hábiles en el uso de hondas, empleadas principalmente para apoderarse de aves; conocían los arcos y flechas, con los que cazaban guanacos donde los había, pero esas armas no estaban tan bien confeccionadas como las producidas por los selk’nam. También preparaban (pero no muy asiduamente) trampas de lazo.



Siendo la pesca una actividad casi constante, llama la atención la precariedad de las líneas de pesca usadas por los yámanas, que no tenían anzuelo. Consistían en un cordón hecho con los resistentes tallos de los cachiyuyos o con tendones trenzados, un guijarro poco o nada trabajado que servía como plomada y un lazo hecho con rajas de canutos de plumas con el que se retenía el cebo. La pescadora, inclinada sobre la borda de su canoa, esperaba que algún pez engullera el cebo; una vez que lo tragaba atraía al pez hacia sí tirando suavemente de la línea y lo capturaba a mano antes que saliese a superficie. Para capturar peces pequeños durante los grandes cardúmenes de las migraciones, simplemente usaban cestos a modo de redes que introducían a mano en el agua desde las canoas. En otras ocasiones los peces simplemente se recolectaban. Esto ocurría especialmente durante los varamientos de sardinas y merluzas de cola.



Para recolectar lapas, quitones y mejillones del fondo de aguas someras, usaban espátulas bífidas de madera; en tanto para capturar centollas y erizos de mar se servían de otras horquillas que terminaban en tres o cuatro puntas de madera. Estas puntas eran en realidad una rama hendida longitudinalmente con dos tajos transversales entre sí, que luego eran aguzadas y mantenidas separadas colocando maderitas entre ellas. A estas horquillas se las podía atar a uno o dos mangos de arpón (los más grandes rondaban los 3 m. de largo) y en días calmos y con la transparencia del mar local podían ensartar erizos o centollas a cierta profundidad. También usaban este artilugio para recoger racimos de cholgas grandes de fondos de mar con substrato poco firme.



Los utensilios de piedra tallada que no fueran puntas de flecha eran poco elaborados. Con huesos de distintos animales confeccionaban cuñas para partir madera, objetos para extraer la corteza de los árboles, punzones, tubos sorbedores, peines, etc. Las conchillas de algunos mejillones eran usadas como cuchillos, siendo más eficaces en esa función de lo que se podría suponer. A veces eran enmangadas, atándolas a un guijarro de playa en cuyo caso funcionaban más como un cincel que como un cuchillo. Se confeccionaban baldes y jarros de cuero o de corteza. Los canastos de junco eran inseparables de las mujeres. Había multitud de otras aplicaciones para la madera, la corteza, el cuero, el pellejo de aves y sus plumas, ciertas vísceras, los tendones, las fibras vegetales y unos pocos elementos tomados del reino mineral.



El uso principal de la corteza de árboles era indudablemente la confección de canoas. Las canoas eran el elemento más elaborado de la artesanía de los yámanas y su propiedad más valiosa, como que su vida dependía de poseerlas. Placas de corteza cosidas entre sí eran mantenidas abiertas con un armazón de varillas de madera hendidas al medio y retenidas en posición arqueada por travesaños y por bordas de madera longitudinales. El piso era reforzado con más placas de corteza y en el centro se confeccionaba una plataforma de tierra o guijarros, sobre la que se mantenía fuego siempre encendido. Aunque las había más grandes, en general esas canoas medían entre 3 m. y 5,5 m. de largo y podían transportar seis o siete personas. No tenían quilla ni timón. Eran de fondo plano, lentas, se bamboleaban mucho y era necesario desagotar continuamente el agua que se filtraba por las costuras, pero se mantenían bien a flote aunque el agua estuviera agitada. Podían navegar bien sobre las frondas de algas, capacidad muy importante para poder acercarse a las costas, pues éstas estaban en su mayor parte bordeadas por densas frondas de cachiyuyos. Los propios remos, de pala muy larga y mango muy corto, permitían impulsarse sobre las frondas de cachiyuyos sin enredar el remo en las mismas. Las encargadas de remar eran habitualmente las mujeres, pero cuando era necesario también lo hacían los varones. Salvo accidentes, solían durar seis meses a un año; la época habitual de confección era Octubre a Febrero, cuando la corteza podía ser desprendida de los árboles con facilidad.



En el ámbito ocupado por los yámanas se construían dos clases de chozas: una en forma de cúpula, hecha con ramas delgadas entrelazadas y cubiertas de follaje y cueros; la otra de forma cónica formada por troncos de mediano grosor con igual cobertura. Ambas tenían planta circular y diámetro entre 3 m. y 3,5 m. En el centro ardía siempre un fogón, junto al cual se apretujaban en cuclillas los ocupantes en búsqueda de calor.



El espacio para cada individuo era mínimo. El uso de estas chozas no deber ser comparado con el de casas, sino más bien con el de tiendas de campaña. Servían para repararse de la inclemencia climática o para pasar la noche, pero la vida diaria se desarrollaba a cielo abierto. Pese a su apariencia endeble, la estructura de esas chozas podía durar varios años con sólo reparaciones menores. En general, no se las destruía (salvo que alguien hubiera muerto en ellas) sino que quedaban a disposición de la familia que las había construido o de terceros para ser reocupadas a placer. En cada choza acostumbraban vivir una o dos familias, pero a veces dormían en ella veinte o más personas. Había además, aunque raras, viviendas multifamiliares algo más grandes y chozas de dimensiones mucho mayores que se levantaban sólo en ocasión de ceremonias colectivas. Alrededor de las chozas se formaban los montones de desperdicios que dieron lugar a los conchales, hoy estudiados por los arqueólogos.



Ambos sexos gustaban adornarse con pinturas, collares, muñequeras y tobilleras. Las pinturas podían cubrir el rostro, el cuerpo y a veces también los miembros. Los colores que se usaban eran el rojo, el blanco y el negro, formando diseños simples basados en rayas y puntos pero muy variados. La pintura facial y corporal formaba parte de muchos rituales y normas de cortesía. Además se utilizaba para comunicar estados de ánimo o las circunstancias en las que se hallaba su portador. Los collares podían estar confeccionados con conchillas o segmentos de huesos huecos de ave usados a manera de cuentas, o simplemente consistir en tendones o tripas trenzados. En ocasiones especiales se usaban vinchas adornadas con plumas de aves, existiendo en las colecciones etnográficas algunos notables ejemplares de éstas.



Prendían fuego golpeando un trozo de pirita de hierro con otro de alguna roca silícea y recogiendo las chispas en plumón de aves, hongos secos o musgo para obtener la primera brasita. Prender el fuego no era fácil y procuraban por todos los medios que el fuego no se apagara: lo conservaban en forma de brasas o tizones, e incluso lo transportaban consigo adondequiera que fueran, sea en canoa o a pie. La leña era llevada por los varones al campamento. Además de servir como calefacción, el fuego era utilizado para cocinar los alimentos, para algunas actividades tecnológicas y para hacer señales de humo a distancia.



Las familias yámanas podían estar formadas por padre, madre e hijos, o agregarse algunos parientes. El parentesco era reconocido entre consanguíneos, tanto por vía paterna como materna. Algunas mujeres llegaban a tener muchos hijos, pero el promedio era cuatro o cinco; de ellos, muy pocos llegaban a la vida adulta debido a la muy alta mortalidad infantil. Los nacimientos no daban lugar a ceremonias, sino sólo al cumplimiento de ciertas prescripciones rituales. La madre retomaba muy pronto sus tareas habituales. No se daba nombre a los niños hasta casi los dos años de vida y por lo general, era el del lugar del nacimiento con el agregado de un sufijo especial para cada sexo. Sin embargo, también había nombres recibidos por herencia y apodos que aludían a alguna particularidad física o del carácter.



La primera menstruación de las muchachas daba lugar a algunas ceremonias y comportamientos rituales. Más importante era el chiejaus, al que asistían los adolescentes de ambos sexos como paso necesario para adquirir el status de adultos. No era una celebración estrictamente periódica, en realidad, se efectuaba cuando en un grupo de familias se alcanzaba cantidad suficiente de candidatos y si se cumplían con las condiciones materiales suficientes para sustentar a los numerosos participantes durante las semanas o meses que duraba la ceremonia. Decidida la realización, se construía una gran choza en la que se instalaban los adolescentes, sus padres, madres y padrinos, y todos los adultos que desearan participar. De entre ellos se elegían los oficiantes de la ceremonia. Los aspirantes eran sometidos a ayuno, inmovilidad, sueño insuficiente y trabajos duros. Eran además adiestrados en las tareas propias de cada sexo y se les inculcaban normas de comportamiento tanto pragmáticas como altruistas. Estas últimas tenían elevado valor moral, aunque en la práctica posterior solían ser poco respetadas. El chiejaus incluía además narraciones de mitos y tradiciones, así como momentos de esparcimiento (cantos, danzas y juegos colectivos). Una vez cumplida la celebración por parte de los aspirantes, las mujeres quedaban en condiciones de contraer matrimonio, pero los varones debían asistir a un segundo chiejaus antes de ser reconocidos plenamente como adultos.



Los adolescentes vivían con sus padres hasta contraer matrimonio. Hasta ese momento existía para varones y mujeres libertad sexual y no se otorgaba valor a la virginidad femenina, pero luego de casarse las mujeres debían fidelidad a sus maridos. De todos modos, los yámanas solían casarse jóvenes. Era frecuente que los contrayentes tuvieran edades muy dispares: mujeres mayores con varones muy jóvenes y viceversa. La razón que aducían era que el más joven de ellos se beneficiara con la experiencia y responsabilidad del otro, y éste con la diligencia y actividad del primero. Los primos no podían casarse entre sí y esta prohibición parece que también se aplicaba a parientes más lejanos pero consanguíneos. Las mujeres se resistían a unirse con personas cuya localidad de residencia fuera lejana. La concertación del matrimonio no era acompañada por ceremonias especiales; cuanto más, se convocaba a una fiesta que incluía banquete, juegos y danzas.



Entre los yámanas el matrimonio era muy inestable: se deshacía con gran facilidad si el marido maltrataba a la mujer, si surgían aversiones o antipatías entre ellos, si se producían adulterios o simplemente si alguna de las partes deseaba poner fin a la relación. Las mujeres tenían bienes propios, de los que sus esposos no podían disponer. También podían emitir opinión en los debates comunitarios. Es probable que este alto grado de independencia (muy diferente al de las mujeres selk’nam) haya estado relacionado con el importante papel económico que las mujeres cumplían en la sociedad yámana.



La poligamia era frecuente pero no general. Había varones casados hasta con cuatro mujeres. Todas éstas tenían el status de esposas, no de concubinas. A menudo era la mujer la que solicitaba al marido que tomara una segunda esposa para que la ayudara en los quehaceres domésticos. No era infrecuente que dos esposas de un único marido fuesen hermanas entre sí, sea por solicitud de la primera esposa, sea porque cuando un varón moría, la viuda podía pasar al núcleo familiar de su cuñado.



Las personas de edad eran habitualmente tratadas con respeto. Los enfermos eran cuidados, pero si no ofrecían esperanzas de recuperación o si entraban en agonía se les daba muerte para evitarles sufrimientos. El duelo se manifestaba con estentóreas lamentaciones y cantos lúgubres; los deudos se laceraban el rostro y el cuerpo, se tonsuraban el pelo y se pintaban de una manera especial. El cadáver era amortajado con cueros y atado con correas; luego se lo enterraba o se lo cremaba. No había herencia: las pertenencias del difunto eran destruidas o repartidas entre los asistentes a la ceremonia fúnebre. El lugar donde había ocurrido la muerte era abandonado y durante largo tiempo no se retornaba a él; el nombre del difunto no debía ser pronunciado, al menos en presencia de los parientes, y si existían personas o lugares que tuvieran el mismo nombre debían recibir uno nuevo.



El núcleo de la sociedad yámana era la familia: no había organización superior que las coordinara o que tuviera poder de coacción sobre ellas. Entre las familias que recorrían un mismo sector de costa se reconocía un vínculo muy laxo, pero no había clanes ni tribus. No había gobierno, ni jefes ni estratificación social. Los adultos no aceptaban recibir órdenes de nadie.



Los yekamushes gozaban de cierto prestigio e influencia, pero no poseían autoridad efectiva. Eran curanderos, hechiceros y oficiaban de chamanes (es decir, intermediarios con lo que nosotros -no los yámanas- llamamos mundo sobrenatural). Llegar a ser yekamush era bastante accesible para los varones y de hecho casi todos los adultos de este sexo lo eran o decían que lo eran.



La moral de los yámanas era utilitaria: se abstenían de determinados comportamientos negativos sólo por temor a las represalias, no porque la abstención fuera buena o recomendable por sí misma. Cuando ese temor no existía, mentían y hurtaban a placer y sin ningún remordimiento. Las habladurías maliciosas eran constantes, no necesariamente se basaban en realidades y podían llegar a generar acciones violentas.



Muchas veces se dijo que los yámanas practicaban comunidad de bienes. Sin embargo, hay muchas pruebas de propiedad individual o familiar sobre bienes concretos: canoas, armas, líneas de pesca, perros, adornos, etc. La propia destrucción de los bienes de un muerto implica un concepto de pertenencia. La propiedad individual se extendía a los elementos naturales cuando alguien se apropiaba de ellos. Habiendo propiedad, había hurto y robo. Aquella primera apreciación de comunidad de bienes en realidad se basó en malinterpretar el aprecio que los yámanas tenían por las actitudes generosas y la reciprocidad a que se obligaba quien aceptaba un bien o dádiva. Los productos de la caza, la pesca o la recolección solían ser compartidos entre las personas, emparentadas o no, que circunstancialmente estuvieran acampadas en proximidad. Se esperaba reciprocidad y existían los trueques, pero no había sistema organizado de comercio ni se conoce de intercambios a gran distancia. Los pocos casos concretos que pueden ser catalogados como auténtico comercio son tardíos.



Las riñas eran muy frecuentes y originadas en causas reales o imaginarias. Muy comunes, y permitidas, eran también las venganzas de sangre, en las que los parientes de una persona que hubiera sido muerta por otra tomaban desquite con el homicida. Sin embargo, a veces concluían en un combate ritual o en una compensación económica.



No había guerras ni conflictos territoriales mayores, pero los yámanas se quejaban de padecer correrías de sus vecinos del Este y el Oeste con fines de rapiña. Sin embargo, como ya se dijo, en la zonas de contacto había algunos matrimonios mixtos y cierta convivencia entre grupos.



Los yámanas respetaban cierta cantidad de prescripciones rituales en algún momento especial de sus vidas, pero no tenían culto ni sacerdotes. Los observadores del Siglo XIX estuvieron de acuerdo en que los yámanas no tenían nociones de Dios, alma o cielo, ni creencia en recompensas o castigos post-mortem. Por el opuesto, los Padres Gusinde y Koppers afirmaron que creían en un dios único, omnipresente y omnipotente. El debate no está cerrado y ambas posiciones pueden recibir críticas. Sí hay consenso en que temían a los kíshpix, espíritus del mar, de las rocas, de los árboles, etc. Se los imaginaba malévolos y de aspecto horripilante. Creían que en los bosques habitaban los hanush, que podían ser espíritus u hombres salvajes. Los Yoalox (dos hermanos y una hermana) eran una suerte de héroes civilizadores, seres sobrehumanos (pero no deidades) que habían enseñado a los antepasados de los yámanas cantidad de cosas útiles (cómo encender fuego, cómo cazar aves, cómo confeccionar arpones, etc.).



De los yámanas quedan hoy unas pocas personas que se autorreconocen como tales, radicadas en Puerto Williams (Isla Navarino, Chile). Algunas de ellas mantienen ciertos conocimientos de cómo era la vida tradicional y, lo más importante, capacidad de hablar el yamaníhasha. Es prometedor que estén agrupados y lleven a cabo un interesante esfuerzo de transmitir su lengua y recuerdos a sus descendientes. Sin embargo, el estilo de vida tradicional ya casi no se practicaba a comienzos del Siglo XX. En su tercera década el número de yámanas ya estaba tremendamente reducido; los sobrevivientes llevaban vida rural, en general como empleados en establecimientos agroganaderos.



Ernesto Luis Piana

Luis Abel Orquera

Centro Austral de Investigaciones Científicas - CONICET

Asociación de Investigaciones Antropológicas - CONICET

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